El color de Ayotzinapa






Texto: Marcos Velasco

En el arte es innegable que los sentimientos e ideas expresados pocas veces sean entendidos tal cual se han querido hacer saber. Sin embargo, hay ocasiones en las que las palabras no alcanzan a manifestar lo que en el fondo del pensamiento y las sensaciones de los creadores existe; he aquí donde el papel del artista se manifiesta en ese plano de la realidad al que muchos acceden al contemplar la vida que pasa y se desvanece.

Sábado 25 de octubre de 2014. Este día, en el taller del colectivo Gráfica Maya de la ciudad de San Cristóbal de las Casas, el tiempo que no cesa se ha detenido sobre una manta que, al inicio, ofrecía un panorama incierto. Surgieron las ideas, vinieron los colores y con ellos los trazos de un cielo que no brilla más: se ha teñido de rojo y la sangre reclama por volver de la tierra. Los artistas contemplan con asombro la fuerza que proyectan las caras de estudiantes perdidos. “Han sido desaparecidos”, dicen, pero nadie conoce a ciencia cierta si han muerto o viven aún, discuten si han de afirmar su muerte o si es muy atrevido hacer algo que no se confirma. Entonces, de la memoria colectiva asoma el grito, el reclamo del modo en que se fueron y la manera en la que se pide su regreso:
¡PORQUE VIVOS SE LOS LLEVARON, VIVOS LOS QUEREMOS!
Los rostros impregnados del color de la tierra  muestran facciones de mirada seria, como queriendo indagar, al fondo de los ojos que los ven, una verdad que no ha sido comprendida; en otros, se refleja la esperanza de construir con la lucha una sociedad más justa, desde la educación, desde el arte mismo. Finalmente, el colectivo concluye la obra. Sobran las palabras, el mensaje es claro, el sentimiento es compartido; sólo queda difundirlo. Es curioso cómo algo que no se dice, pero se siente, tiene el poder de impactar en imágenes que conmueven, que invitan a despertar la Conciencia.



Arte sobre piso: huellas efímeras de un cromatismo multivisual (parte II)


A Nidia Preisser, por el arte compartida.

Murió Gabriel García Márquez. Eso dicen las redes sociales desde ayer. Hay quienes se desgarran las ropas en facebook y escriben “poemas”, peroratas, disertaciones y “devociones histéricas” a un gran desconocido; digo, haber visto “El amor en los tiempos del cólera”, en DVD pirata, no me hace su lector. Fue un día especial, aseguran: 4+17+14=35; 3+5=8=Eternidad. ¿Muerto el Gabo se acabó la rabia? No. La misoginia y el poder a ultranza persisten más allá de “las putas tristes” y la retahíla de gobiernos-generales “capaces / de transformar la mierda en esencias aromáticas”. Gabriel, ¿navegaste como un chorro de luz en el dinero y no fuiste capaz de dar un solo séptimo a tus compatriotas muertos de hambre? Ah, escritor sibarita, burgués, genio de las letras, voz de la América Latina, poco hombre, “Usted no es el gobierno…, usted es el poder”. ¿A quién se le ocurre escribir sobre huevos prehistóricos? En fin, me resisto a hablar de los muertos; prefiero lavarme las manos y crucificar a algún profeta para vivir actualizado.

Fotografía: Nidia Preisser.
Siglo XXI. No hay mariposas amarillas en el aire, sólo un caudal de paseantes agolpados en las avenidas —tropel de ojos adiestrados que se amotinan para apoderarse de la luz—. Aun así, es un día alegre de cielo aguamarina y algas policromas, cuyas esporas se esparcen sobre el pavimento y las antiguas iglesias de San Cristóbal: “por las señas de la sangre que mi Jesús va dejando”. Tiene este instante algo de oro, mirra e incienso. Es quizá esa nostalgia por el desiderátum de las cosas buenas: esa inútil creencia de amarse unos a otros. A estas horas, debería estarme embruteciendo con la programación de televisa y tv azteca: "Quo Vadis", "La Biblia", "Los Diez Mandamientos", "Sinuhé, el egipcio", etcétera. No entiendo por qué insistimos en crucificarnos.

Viernes Santo. Tengo dieta obligada de tamal y arroz con leche. No me preocupan mis pies sino los pasos que voy dando; tiempo hay suficiente para despertar a Dios. ¿En qué se puede creer cuando la muerte está untada a nuestros tobillos? Ante todo, soy un peregrino en busca de una ermita. Miro hacia todas partes y no veo más que piedra sobre piedra; la ciudad: el círculo animoso de nuestra efímera presencia. ¿De dónde viene ese rumor de pájaros grises que rememoran la esperanza? Cristo es un turista más recorriendo las calles coletas. Nosotros, judíos errantes que volvemos al piso, a la magia de nuestro realismo cromático y la maceración de nuestras rodillas.

Fotografía: Nidia Preisser.
Tal como se anunciara, la cita se cumplió: el “Festival internacional de arte sobre el piso” da comienzo. Después de un breve protocolo, Macondo se extiende a lo largo de 100 metros cuadrados. Estamos todos como en el Arca de Noé: Chiapas, Sinaloa, Italia,  Monterrey, Úrsula, Jalisco, Durango, Tlaxcala, el Coronel Buendía —“frente al pelotón de fusilamiento”—, Estados Unidos, Guanajuato, Holanda y José Arcadio. Venimos de distintas partes pero ninguno ha nacido en Jerusalén. Nuestras playeras lo atestiguan; en ellas se lee “Artista”. Esto quiere decir que no tenemos patria. Pues en nuestro mundo muchas cosas carecen de nombre, por lo que, “para mencionarlas”, las pintamos. No importa que a Vallejo estas cosas le parezcan raro: “Animal, ¿no ves que estamos ante el realismo mágico? Por eso es mágico. Si las cosas tienen explicación, ¿dónde está la magia?” Cada uno juega el papel que le corresponde en este oasis multiverso, que más bien parece un enorme rompecabezas.    
                                       
Fotografía: Nidia Preisser
Otra vez, aquí mismo, el sol siempre arriba: lámpara de inagotable aceite que aplasta cuerpos y ablanda gomas de mascar; abajo, esa terquedad primitiva por el dominio del espacio: la sagrada forma que devora toda conformación. He allí a un puñado de niños que, del otro lado de la calle, nos remeda: por sus ojos han pasado el camello y el león de Nietzsche. ¿Quién soy para despertarlos de su aletargamiento? Razón tenía Aristóteles: algo de placer y goce onanista tiene el aprendizaje. Gustamos de conocer y arremolinarnos como bandada de pájaros sobre el trigal. Sembradores somos tirando semillas para ver si alguna germina en el asfalto. “Sed tengo”. Nos apretamos unos contra otros. Estoy cuerdo aún pero respirar se dificulta. Sí, “La ciencia ha eliminado las distancias” y la tierra nos parece cada vez más pequeña; algo de nuestra privacidad se ha perdido con la luminiscencia tecnológica y velocidad de los arcángeles mediáticos que transportan nuestros cuerpos y arrebatan la memoria. Veo mis manos cubiertas de polvo; murmuro: Ecce Homo!

Fotografía: Nidia Preisser.
Debajo del cielo todo es de la Tierra; ella reclama el lugar que ocupamos. Cada lugar existente tiene su propia energía, me han dicho. Así que el cuadrante se impone porque no estamos conscientes de lo que significa “sagrado”. Trato de resolver el enigma en el que me he metido: ¿cómo dominar algo que nunca ha de ser mío? ¿Acaso necesitamos dominar y poseer para ganarnos el cielo? ¿Es fácil pasar un camello por el ojo de una aguja? ¿Se puede grabar y tomar fotos montados sobre una grúa de bomberos? “Animal, ¿no ves que estamos ante el realismo mágico?” Ah, pensaba que los equilibristas “de altura” sobre mi cabeza eran efecto de la insolación. “Voltea para la foto”; “Saluden a la cámara”…

Fotografía: Nidia Preisser.
Estamos en el pueblo de Dios, el de la piedra y el agua de Revueltas; ciudad mágica donde predomina la paz y las ferias tienen nombres como “de la paz y de la primavera”; lugar inusitado en el que se toman los estrados para que el pueblo se manifieste en contra de sus gobernantes y, a su vez, éstos evoquen “la paz que nos une como pueblo”: “Dios bendiga a San Cristóbal”. Estridente ruido de silbatos. Aplausos. Carros alegóricos anuncian el inicio de una interminable fiesta coleta de 365 días y más. ¿Cuánto tiempo les dura el chiste, oh? Escucho decir a un hombre desaliñado que solicita a uno de los artistas que le pinte al “Abismo Negro”; “es un luchador”, dice. Para ese instante, pensaba en las palabras de un pintor italiano que, por la mañana, me hacía notar la pobreza de gran parte de los niños que viven en la ciudad: ¿Los explotan? ¿Van a la escuela? ¿Dòve vivono? ¿Quién los alimenta? ¿Cosa mangiano? No tengo respuestas. El mayor cómplice de la opresión es el silencio. ¿A qué “chiste” se refería el hombre que pedía le pintaran al “Abismo Negro”?

Fotografía: Nidia Preisser.
Es domingo. La jornada de tres días termina a las 3 de la tarde. ¿Quién tendrá el privilegio de ganar el concurso? No lo sé aún. Todos han hecho un enorme esfuerzo. Alguno sueña con “Una exposición en Bellas Artes”, pues considera que “vale por un millón” de otras tantas que pueda tener. “Pinto porque me gusta, no por dinero”, ha dicho. Luego ha insistido en que, “Para avanzar en el arte, hay que hacer siempre todo lo contrario de lo que se ha hecho”. Me acuerdo del hombre que pedía con insistencia le pintaran al “Abismo Negro”. Tengo que ser honesto: no sé cuánto me durará el chiste. Pero, aunque exhausto, estoy satisfecho. Por ahora hemos cumplido con el reto. Por la tarde iré a beber una cerveza. Dormiré tranquila y pesadamente. El lunes volveré a encontrarme con el pintor italiano y su amigo; ahí estarán los niños como parte de la oferta turística, las mismas preguntas de siempre. Sabré, entonces, de la “venganza de Moctezuma” y sus estragos en los estómagos de los extranjeros. Tendré tiempo para sonreír y escribir estas palabras que, al igual que las pinturas sobre el piso, pronto se las ha de llevar el agua y el viento: no quiero una cruz, pues el cuerpo no pesa y el alma menos.
Fotografía: Nidia Preisser.


José Osbaldo García Muñoz
San Cristóbal de las Casas, Chiapas; mayo de 2014.



Arte sobre piso: huellas efímeras de un cromatismo multivisual (parte I)

A Blanca Ricci y Bonbajel Mayaetik A. C.


—¿Cómo puede uno poseer las estrellas?
—¿De quién son? —replicó bruscamente el hombre de negocios.
—No lo sé, pero creo que de nadie.
—Entonces me pertenecen, porque he sido el primero que pensó en poseerlas.
El principito
Antoine de Saint-Exupéry
  
Fotografía: Nidia Preisser
Sábado 12 de abril 2014. Diez de la mañana. Sobre el piso de la Plaza Catedral de San Cristóbal, las primeras líneas de color abren el telón de la fantasía cromática. Regresamos al principio, al origen de nuestros primeros pasos: somos niños que juegan a gatear e imaginar la vida sobre el suelo. Hace tiempo que olvidamos mirar hacia abajo. ¿Será que, al caminar, aprendimos también a creer que no pisamos tierra? Sí, “arriba, [está] el intrincado sol; abajo…”. No sé. Dejemos esas cosas para el ingenuo Principito, que cree en corderos dentro del dibujo de una caja. Esta vez hablamos en serio. No se trata de pintar elefantes en la panza de una boa. No. Se hace arte: arte sobre piso; arte en la calle, pues las calles fueron hechas para ser pintadas. Es en serio.

Once treinta. La gente se acerca curiosa para ver el espectáculo. De rodillas, sentados o a gatas, los artistas delinean las formas de cada obra planeada, mientras policías acordonan el lugar con “jaulas” metálicas antimotines. Siento un cosquilleo de animal en extinción. 
Fotografía: Nidia Preisser
Aquí y allá los gises pastel remueven el polvillo coleto, acumulado durante más de cuatro siglos. Aún hay restos de los Acuerdos de San Andrés y la Sexta Declaratoria de la Selva Lacandona, pólvora zapatista y huellas de artesanas indias fosilizadas. Las gomas de mascar, pegadas al concreto, recuerdan la multitud que ha desfilado sobre las avenidas: connacionales, europeos, norteamericanos, antropólogos, poetas, cirqueros, orientales, fotógrafos, homosexuales, prostitutas, perros, escritores, vagos, farsantes, revolucionarios, cantantes, políticos desmemoriados, Dios, Diablo, etcétera.   
    

Fotografía: Nidia Preisser
Las figuras toman cuerpo, dejando entrever la riqueza colorida de los Altos de Chiapas: aquí, una niña rodeada de textiles de Larráinzar; allá, la tradicional chiapaneca; acullá, féminas de distintas etnias entre los vivos colores de sus vestimentas y el legajo de sus callados rostros. Mujeres estas que, un día antes, había visto enfiladas para recibir una mísera dádiva económica. “Soy madre soltera, pero nadie me avisó. Yo sí necesito ese apoyo”, recuerdo que decía mi vecina hablando apenas el español. Ojalá la pintura pudiera llevarnos un poco más allá: que, al mirar los ojos de cada mujer pintada, uno pudiera también sentarse junto a ellas y escuchar el silencio de sus palabras negadas para darles voz o, simplemente, acompañarlas en esa soledad de sus ojos que miran como si miraran el universo completo. ¿Acaso en estos asuntos debemos comprender “por sí solas las cosas” y dejar de pedir explicaciones? ¿Será que los quinientos pesos prometidos por el gobernador devolverá la sonrisa robada de quinientos años? Por ahora basta con regalar playeras, tomarse fotos y regresar a ese limbo en que vive quien no piensa en lo que ha de comer mañana: no sólo de pan vive la mujer ¿o debí decir "el hombre"?

Fotografía: Nidia Preisser
Trece horas. El sol pega a plomo sobre las cabezas de los pintores. El piso toma vida. Tantas horas de insolación provoca visiones. Pienso si acaso el niño que bebe la leche de su madre, en uno de los cuadros, es verdad. Es más, me pregunto si esas miradas que asoman el rostro para ver las pinturas son reales. ¿Son reales los niños barrigones que buscan a toda costa vender sus productos artesanales? ¿Son reales las niñas indígenas que junto a mí sonríen inquietas al descubrirse en aquellos cuadros que les recuerdan su tierra, su casa extraviada por no sé qué modernidad devoradora? Quizá la historia no recuerde esos ojos que atestiguan otros ojos; esos cuerpos que pintan cuerpos y a la vez son objeto de recuerdo: “Fantástico”, “Hermoso”, “Bello”, “Eso es arte y no mamadas”…

El hambre aprieta y el piso horada las rodillas, pero las manos siguen moviéndose con parsimonia absoluta. “Lloverá”, dice alguien. El cielo se encapota. “¿Y las tortas?”, pregunta otro. Unas pequeñas gotas, apenas visibles sobre el piso, nos recuerdan que lloverá. Pienso en Juan Rulfo: “Nos han dado la tierra”. No es muy tarde, pero San Cristóbal es impredecible: lo mismo llueve que suena una marimba, tañe una campana, grita un hombre “zapata vive”, truena un montonal de cohetes o alguien se siente “rama de sauce que llora en las orillas de los ríos”. Hace seis años que vengo pisando sus calles y cada vez me sorprendo de lo maravillosa, trágica y contradictoria que es esta ciudad. Hablar de San Cristóbal es hablar del color y el tiempo, de la forma y la distancia: historia que se mitifica para transmutar la verdad. “¿Combinada o de pollo?” Quizá de la misma manera que el pintor plasma su obra, dejándonos una pregunta que, de tan bella y profunda, se vuelve placentera contemplación.    
       
¿Es domingo o sábado? No recuerdo bien la hora. Hace un rato que pasó junto a nosotros un grupo de fieles que conmemora el “Domingo de Ramos”. Ahora recuerdo al anciano que nos dijo: “Por acá pasará el obispo y esas pinturas serán pisadas”. Un grupo de personas encaramadas en un carrito para turistas grita en son de mofa: “Va a llover”. A la gente que pregunta le inquieta saber que las obras son efímeras. Tal vez porque estamos acostumbrados a idealizar la imagen para poseerla. ¿Cómo se sabe que un pájaro que vuela libre es nuestro? Se me ocurre que cortándole las alas o matándolo, definitivamente. Pues, “Sólo se conocen bien aquellas cosas que se domestican”. ¿En eso consiste el amor, la ciencia o el arte?... Que esas cosas las conteste un zorro y volvamos al momento en que las pinturas quedan terminadas. Pasan de las tres de la tarde. No lloverá. De hecho, ni siquiera habrá una brizna. Por hoy, es todo. Plaza Catedral tiene algo más que escribir en su historia: un grupo de mujeres y hombres han tomado la calle, ¡no para disparar un arma ni vociferar consignas!, sino, simplemente, para acudir a la cita histórica de un Chiapas en movimiento que, de tan vasto, ha iniciado su propia revolución.        

José Osbaldo García Muñoz
San Cristóbal de las Casas, Chiapas; 15 de abril de 2014.